La naturaleza se fue convirtiendo en argumento esencial para la industria del cómic de ficción sobrenatural a partir de 1940. Hoy os contamos brevemente esta historia.
La fascinación de los seres humanos por contar historias mediante el dibujo parece estar hecha de la misma sustancia que nuestro ADN. No en balde, apuntan los críticos y entendidos, el origen del cómic de ficción pudo iniciarse hace más de 70.000 años con las pinturas rupestres del paleolítico, una forma de arte primitivo que recreaba la necesidad de invocar poderes sobrenaturales para sus héroes de aquel momento, los cazadores, cuyas destrezas y habilidades proveían el sustento al resto de miembros de la tribu o del poblado, arriesgando su vida muchas veces en beneficio de los demás.
Esta seducción por las pequeñas viñetas que recreaban la vida cotidiana, las batallas o los acontecimientos más relevantes de cada tiempo, ha sido elemento esencial en la cultura de las civilizaciones de todas las épocas y lugares del mundo, desde los jeroglíficos de Egipto, los grabados mayas, la columna de Trajano o el tapiz medieval Bayeux. Incluso La epopeya de Gilgamesh, considerado uno de los primeros libros de la historia, recrea las peripecias de un rey sumerio dotado con poderes sobrehumanos.
La presencia y el protagonismo de la naturaleza en los cómics de ficción fue variando a lo largo de la historia de este fabuloso arte. Atendiendo a su cronología, el gran impacto que tuvo en la sociedad anglosajona la novela de E. Rice Burroughs, Tarzán de los monos (1912), hizo que el popular personaje saltara al mundo del cómic en 1929, compitiendo con el mismísimo Superman en las listas de éxitos y ventas. Tarzán, con su ondulante voz en la selva y sus habilidades para comunicarse con los animales, encierra una filosofía de retorno a la naturaleza extrema frente a los convencionalismos mohínos y la hipocresía de la civilización occidental.
Las décadas siguientes conocerían la “dictadura” del binomio Superman-Batman, casi nada al aparato. La “santa dupla” de la factoría DC entre el hombre de acero y el Caballero oscuro, ejerció tal predicamento entre sus millones de seguidores que, todavía hoy, casi un siglo después, siguen copando los puestos de venta y éxito.
Entre ellos, en plena edad de oro del cómic de ficción, intentó hacerse un hueco el personaje de Aquaman (1940), un superhéroe híbrido de padre humano y madre atlante con poderes para comunicarse y adiestrar a todas las criaturas submarinas y que intentaba impedir que su poderosa raza destruyera a la humanidad, en venganza por la contaminación que los humanos infligen en los ecosistemas oceánicos. Coetáneo al superhéroe submarino irrumpió con fuerza Green Lantern (Linterna verde, 1940), una especie de superhéroe intergaláctico que utiliza la fuerza cósmica, inagotable e infinita como fuente de sus poderes, un primer guiño a las energías renovables y limpias en contraposición a los combustibles fósiles. Tan solo un año después tendría su aparición Wonderwoman (1941), una de las primeras heroínas mediáticas que nacía con el claro propósito de abrir mercado en el sector femenino de la sociedad americana a través de un personaje que invocaba la feminidad de la Naturaleza en un mundo patriarcal y que, a diferencia de Batman, volaba en una nave invisible movida por partículas gravitacionales que no necesitaba combustibles fósiles.
En esta misma línea, la década de 1960 supondría el reinado indiscutible de Stan Lee y MARVEL con su exitosa saga de superhéroes mutantes: Spiderman (1962), El increíble Hulk (1962) o X-Men (1963), estos últimos basados en humanos que habían sufrido mutaciones génicas que les habían otorgado poderes sobrehumanos basados todos en fuerzas titánicas de la naturaleza; las habilidades del lobo (Wolverine, Lobezno), el poder de la nieve (Iceman), el control del clima (Tormenta) o la energía solar y el fuego (Vulcano).
Los personajes de cómics, fieles reflejos de las inquietudes de cada tiempo, no fueron insensibles a los cambios de valores en la sociedad estadounidense tras la guerra de Vietnam o la expansión del movimiento ecologista. En este contexto se debía penetrar en el imaginario colectivo mediante otros personajes que aportarían al cómic de ficción perfiles y mensajes diferentes que abordaban otras temáticas y dinámicas sociales. En este momento, quizá el personaje más reconocible y de mayor éxito fuera The swamp thing (La cosa del pantano, 1971), que alcanzaría su momento de mayor popularidad con el personaje de Allec Holland, un científico brillante que sufre un accidente químico y es convertido en una especie de ser antropomórfico mitad planta, mitad humano.
En este momento ya no basta con luchar frente al crimen convencional o rescatar permanentemente de las garras de los villanos a intrépidas reporteras (Lois Lane en Superman), enigmáticas y bellas empresarias (Vicky Vale en Batman) o cándidas universitarias (Mary Jane Watson en Spiderman), sino que, además, se aporta un mensaje de respeto y conservación por la naturaleza y los ecosistemas que impregna todo el argumento, como nunca antes se había contado en los cómics. De esta guisa, la Cosa haría frente a especuladores de suelo, furtivos, talas ilegales y responsables de vertidos en las aguas de los humedales, estableciendo además un vínculo vital con todos los seres vivos que compartían con él ese hábitat nemoroso.
Ya en la década de los 90 una de las últimas creaciones para maridar cómic de superhéroes y medio ambiente vendría de la mano del Capitán Planeta, un nuevo héroe que fusionaba los cuatro elementos de la Tierra más un quinto, el corazón de toda la humanidad, por salvar y proteger nuestra naturaleza. Su éxito, sin embargo, no alcanzó las cotas de seguimiento y popularidad de sus antecesores.
En definitiva, son estos algunos ejemplos de otros tantos que podríamos citar para poner de manifiesto la clara vinculación del comic de ficción con la naturaleza, sus fuerzas elementales, la lucha contra la contaminación y el respeto por la vida salvaje, mostrando las consecuencias del abuso de poder con efectos desastrosas para la civilización humana, confeccionando un mensaje ecologista que ha trascendido generación tras generación y cuyo argumentarlo estaba basado en la filantropía, el bien común, la puesta del poder al servicio de la humanidad y la implicación de todas y todos en la defensa del patrimonio ambiental del planeta Tierra.
Una forma más de contarle al mundo la imperiosa necesidad de cuidar nuestro entorno como objetivo esencial de nuestra propia vida.