En la primavera del año 1870, cuando Abel Chapman apenas tenía 20 años, viajó a la región de los Costwolds, al oeste de Londres, entre bucólicas aldeas y verdes campos abiertos. Su objetivo no era disfrutar de pueblecitos que parecían salidos de un cuento de Shakespeare, sino describir las aves rapaces que habitaban en las campiñas inglesas. Una de aquellas frías mañanas acertó a escribir en su cuaderno de campo, con ese estilo propio –casi lírico– de los naturalistas de mediados del XIX:
“planea ingrávido sin aletear, como las cometas que vuelan los niños con el hilo”
Se refería a la belleza del vuelo del Aguilucho pálido (Circus cyaneus). Casi un siglo antes, Karl von Linneo, el hombre que pretendió poner orden a la obra del Génesis, había incluido a esta especie dentro del género Circus, por los característicos círculos que machos y hembras realizaban durante el cortejo y las paradas nupciales, añadiéndole el epíteto cyaneus en alusión al tono azulado de las partes superiores de su librea.
Chapman siguió cultivando con delectación su pasión por la vida silvestre. Viajó a España y recorrió la piel de toro regalándonos un libro impagable, La España inexplorada (1910), una obra esencial para entender la naturaleza de nuestro país a finales del siglo XIX, y en sus notas de campo, continuó hablando del Aguilucho pálido como un símbolo faunístico inseparable de las regiones abiertas y campiñas septentrionales.
El más invernal de los aguiluchos peninsulares atesora todo el embrujo y el magnetismo incomparable de esas rapaces que enamoraron a Chapman. Su aspecto estilizado, su vuelo acompasado, los rituales de su cortejo, su mirada aquilina y la habilidosa precisión de sus ataques tróficos, le confieren el atractivo exclusivo de las bellísimas aves de presa. En nuestro país, el señor de los campos fríos sobrevuela grácilmente las regiones norteñas de la vieja Iberia, criando preferentemente en manchas de vegetación natural como tojales, brezales y prados de montaña.
Pero, más allá de su indudable belleza, Chapman destacó en sus notas de campo el respeto y aprecio que los granjeros ingleses profesaban por esta rapaz, ya que su alimentación incluye roedores como topillos —sobre todo en años de explosiones demográficas—, ratones, ratas y algunos grandes insectos, en particular ortópteros, lo que indudablemente convierte a esta rapaz en un excelente controlador de las llamadas especies plagas, que tanto proliferan en las campiñas y pueden provocar ingentes daños en el rendimiento y producción de los cultivos agrícolas.
A pesar de esta encomiable función ecológica como ‘rodenticida’ natural, gratuito y ecológico, la especie se encuentra catalogada como VULNERABLE en el Catálogo Regional de Especies Amenazadas de Castilla La Mancha y está incluido en el Listado de Especies Silvestres en Régimen de Protección Especial. Las amenazas más importantes para el Aguilucho pálido son la destrucción y alteración de su hábitat de nidificación, consecuencia en gran medida de la intensificación agrícola (uso de pesticidas, concentración parcelaria, reducción de barbechos, eriales y linderos, etc.), así como la caza ilegal y la disminución de las presas potenciales. La recolección de la cosecha provoca en numerosas ocasiones la muerte de los pollos que han nacido en cultivos cerealistas.
Su conservación pone, una vez más, negro sobre blanco en la manera en que los seres humanos nos relacionamos con la naturaleza, con los paisajes milenarios y los seres vivos que en ellos habitan, en esa obligación ética y perenne de equilibrar la prosperidad y el crecimiento económico con el respeto hacia la vida silvestre, para que las praderas frías y campiñas del norte de la vieja Iberia no pierdan nunca el vuelo elegante y cadencioso de uno de los más bellos aguiluchos de la fauna europea, una rapaz agreste e indómita que en las primaveras de mediados del XIX encandiló el alma naturalista del mismísimo Abel Chapman y que hoy es un tótem de esa España silvestre, rural y casi inexplorada.