Jerez de la Frontera, primeros años del siglo XX. Dos hombres, Abel Chapman y Walter J. Buck, amigos, naturalistas y amantes de la ornitología casi a partes iguales, se disponen a salir una mañana de comienzos de mayo a un paraje situado en las cercanías de la gran desembocadura del río Guadalquivir para disfrutar de una agradable jornada de campo. Aquel día, ninguno de ellos pudo imaginar que sus viajes por Doñana se prolongarían durante casi 40 años.
A los británicos no les cuesta reconocerlo: sienten una profunda e irresistible atracción por España. Por diversos motivos o intereses, desde el duque de Wellington a Hugh Thomas, pasando por Gerald Brenan, Ian Gibson o Raymond Karr, los ingleses encontraron en nuestro país el destino a su grand tour, un viaje iniciático por el mundo que debía hacer todo buen gentleman en su juventud con el fin de culminar su educación, buscando una experiencia vital romántica y exótica en la que Iberia se erigía como un mundo salvaje que no tenía para ellos un significado peyorativo, sino más bien todo lo contrario: un país libre, indómito, indomeñable…
Fue ese hispanismo británico el que trajo a Abel Chapman a Jerez de la Frontera en 1880, cuando acababa de cumplir 32 años, atraído al principio por la excelente producción vinatera de la ciudad, afición que le permitió conocer a Buck al poco de llegar, y con quien iniciaría una amistad que los uniría ya para siempre.
Ambos cultivarían durante décadas su gusto por los viajes, las exploraciones por el medio rural y natural, su pasión por la vida silvestre y, especialmente, la ornitología. Sus obras míticas La España salvaje (1893) y La España inexplorada (1910) serán libros maravillosos a modo de crónicas de sus expediciones por nuestra piel de toro. Fueron los primeros en estudiar Doñana, valorar su paisaje y admirar el paisanaje de los asentamientos humanos marismeños con una dedicación, entusiasmo y tenacidad hasta entonces desconocida, y que todavía hoy son referencias indispensables para el conocimiento histórico de la naturaleza ibérica.
Los años en los que Chapman y su inseparable Buck escudriñaban Doñana, la gran marisma era una especie de universo insondable, una tierra líquida y pantanosa hasta donde los ojos del ser humano podían divisar, con praderas infinitas de castañuelas, juncos, eneas y carrizos. La visión de los amaneceres entre inmensidades verdes, el estruendo del aterrizaje de los flamencos como una acuarela rosa que desdibujaba el cielo, ánsares entre las espadañas o las sinfonías de las garzas al atardecer, hicieron que Chapman escribiera en su diario que Doñana era “lo más parecido a un paraíso en este planeta llamado Tierra”. Era un reino fabuloso construido de agua y arcilla, lodos y arena, planicies inundables y veras sembradas de centenarios alcornoques en cuyas copas anidaba el águila imperial, medraban los linces en la espesura del sotobosque y los ciervos bramaban su celo después de las primeras lluvias del otoño.
Hoy, 140 años después, Doñana agoniza y su mayor laguna permanente, Santa Olalla, se seca por segundo año consecutivo, un hecho sin precedentes que evidencia el deterioro del humedal provocado por el cambio climático, pero principalmente por la sobreexplotación humana. En enero de 2022 la Estación Biológica del CSIC estimaba en las marismas un 80% de ejemplares menos de aves acuáticas invernantes, lo que supone la cifra más baja de los últimos 40 años y un estudio de WWF calcula que, en entre 7 y 9 hectómetros cúbicos de agua al año, se esquilman del acuífero del parque para cultivos ilegales de frutos rojos. La deficiente gestión del humedal más fascinante del sur de Europa, Patrimonio de la Humanidad desde 1994, ha provocado que Doñana haya sido expulsada por primera vez de la Lista Verde de espacios naturales de UICN al “no cumplir con el estándar” para la conservación a consecuencia de las políticas de la Junta de Andalucía.
Si Abel Chapman levantara la cabeza…
Aún podemos y, sobre todo, debemos salvar Doñana, su gran marisma, bosques y lagunas interiores, sus dunas y lucios, sus caños y veras; un paraíso terreno por cuyos hábitats, no hace mucho, nuestro compañero de Ideas Medioambientales Jorge G. Cuevas, conducía a los visitantes para llenar sus retinas con bellísimas estampas y sus tímpanos con los sonidos de los cantos de cientos de aves. Un lugar en la tierra que sufre día a día ese difícil equilibrio entre conservación del medio natural e intereses humanos, un vergel dañado, pero aún vivo y preñado de palpitante fauna silvestre que representa la grandiosidad de la naturaleza, pero también su fragilidad y sutileza. Conservarla será un hermoso canto, sin duda, a la plenitud de la vida libre, salvaje y bravía y un compromiso como sociedad avanzada y madura que cuida y conserva nuestro patrimonio ambiental y cultural. Sin tiempo que perder, entre todas y todos, ¡SALVEMOS DOÑANA!
Chema Fernández, Biodiversidad