Comencemos sin preámbulos. Son muchos los que nos preguntan “¿eso se protege?” O “pero no es romano, ¿verdad?” No mucha gente entiende por qué una casa de 50 años se documenta o por qué una balsa de apenas 20 se protege. Es normal, hasta hace poco “la arqueología caía con el imperio romano”. Por eso, estas líneas se las dedicamos a esa arqueología (Arqueología del Presente, de la Arquitectura, etc.) que estudia eso que es parte del paisaje y que muchas veces pasamos por alto. Esa denostada conservación del pasado…
Sí es cierto que, aunque cada vez más concienciados, estos elementos siguen viéndose como elementos sin más, sin interés patrimonial. Podríamos preguntarnos ¿quién haría a día de hoy un chozo, un cuco o cualquier otra estructura en piedra seca? Y, de hecho, la pregunta más acertada sería ¿por qué hacerlo?
Con la industrialización y las consecutivas revoluciones tecnológicas, el esfuerzo de construir este tipo de inmuebles es un esfuerzo considerable que no se corresponde con un beneficio comparable según los cánones actuales. A ello se suma un cambio en la producción económica, ¿quién precisa un aguador? ¿Cuántas veces necesitas un herrero en tu día a día? ¿Cuántos ganaderos trashumantes continúan usando los diversos complejos que existen? Pero la desaparición progresiva de ciertos oficios o la implementación de la tecnología no son las únicas explicaciones. Parte de estas construcciones surgen de una organización colectiva para hacerlo. Y movilizar, organizar y desarrollar estos trabajos no es sencillo. Piensa que hay complejos ganaderos que se crean por sucesivas manos que van ampliando y mejorando para su uso propio y para los demás.
Es así que poco a poco, la técnica constructiva se olvida y es por eso que, como algunos agricultores nos dicen: “Eso ya nadie sabe hacerlo”. Porque sí, son piedras colocadas, pero sin argamasa, y pueden tener algún que otro siglo de antigüedad, y ahí siguen, pudiendo ser pozos, casas de labranza, chozos, etc. Pero son una realidad existente de las formas de construcción y vida de un mundo que ya está por desaparecer.
Si bien, no se conserva por conservar. Se conserva por responder las preguntas de ¿por qué fue necesario? ¿cómo lo hicieron? Y, sobre todo, porque las ideas que plasmaron las estamos retomando a día de hoy, pues también son un claro recordatorio de que la economía circular no se inventó en el siglo XXI. La creatividad humana es, cuanto menos, variopinta. En estos años hemos visto de todo: sistemas de ventilación eficiente sin ventilador, sistemas de aprovechamiento del agua pluvial en una simple casa de labranza, gestión eficiente del espacio, calefacción central sin energía y tantas otras ideas plasmadas en piedra, cal y barro que nos hace revaluar esta ingeniería civil, nacida del conocimiento popular, de un esfuerzo colectivo y anónimo.
Ya solo contando con que la orientación de este tipo de estructuras maximiza el confort climático y se adapta a las necesidades del uso que se le quiera dar al espacio (vivienda, almacenaje, …), ya decimos mucho. Y si parece poco lo que pueden enseñarnos sobre el aprovechamiento de los recursos, podemos añadir que son refugio de una alta variedad de especies, que encuentran un hogar dónde los humanas ya solo ven ruinas. Todo se aprovecha.
Estos elementos han pasado a formar parte del paisaje y, como parte de él, a veces no reparamos en ellos. Seguramente, muchos pensarían al ver una casa de labor lo mismo que una persona del medievo que veía las ruinas romanas, aunque nos parezca chocante. La diferencia es la capacidad que una persona del medievo tenía de modificar su entorno. No somos conscientes, pero años de vacío legal sobre estas estructuras ha supuesto su desaparición, posiblemente, incuantificable. Durante nuestro trabajo, estos elementos suponen una buena parte de los hallazgos patrimoniales documentados en un proyecto. Sin lugar a dudas, lo más importante del bien es la información que proporciona y, en estos casos, suele ser una historia más cercana.
Y es que la conexión social que existe con este tipo de estructuras es algo más emocional que en otros casos. Para un cuco, un aljibe, un lavadero, hay una historia vivida directamente en el uso de ese bien. Los vecinos entienden ese elemento como parte de su identidad o historia y cuando realizamos las prospecciones nos hemos topado con la historia humana que esconden: cómo el recuerdo de las mujeres lavando a mano en días de tanto frío que el agua no corría por el lavadero, el ganadero que se refugió en esa cueva ante el miedo de la noche, y todas esas pequeñas historias que pasarían sin pena ni gloria por la historia general pero que proporcionan una dimensión humana a lo que solo son “cuatro piedras”.
Laura Castillo, Arqueología
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