El grito de la niña chica

Desde el Blog de Ideas Medioambientales rendimos homenaje a una pluma que contó como nadie las miserias del mundo rural y la profunda complejidad de sus mujeres y hombres, sus penurias, la dureza de sus vidas, pero también la grandeza de sus sueños e ilusiones por lograr su dignidad.

La humilde casa de Paco “el bajo” se acurrucaba a la vera de una de esas infinitas dehesas extremeñas, donde el canto de los herrerillos anidaba en el tímpano de los oídos, las flores del espliego cubrían las retinas del sotobosque y los ciervos bramaban su celo a la sombra de las frondosas encinas. Una suerte de paraíso en la tierra podría pensarse. De repente, el grito desgarrador de una niña rompe esa calma aparente y superficial y nos sacude y zarandea para traernos de vuelta a la dura realidad, a las penurias de quienes allí viven, al día a día de sus constantes humillaciones, de sus resignaciones y su falta de oportunidades.

El realismo literario ha sido siempre un medio poderoso para explorar la complejidad del ser humano y nuestra realidad social, desafiando las nociones preconcebidas e invitándonos a reflexionar sobre el mundo que nos rodea. Igual que John Steinbeck deconstruyó el sueño americano en Las uvas de la ira, o Scott Fitzgerald nos despertó del hedonismo de los felices y locos años 20 en El Gran Gatsby, Miguel Delibes también utilizaría el grito de la niña chica o las trampas del Nini para cazar y comer ratas, como una alegoría para cuestionar el gran éxito del desarrollismo de los años 60 del siglo pasado, contándole al mundo que aquel crecimiento económico que transformó España, impulsado por la industrialización, la urbanización y el auge del turismo, se construyó sobre la base de millones de silencios, privaciones, miserias y tragedias.

miguel delibes
Fotograma de la película El camino (1963) basada en la novela homónima de Miguel Delibes.

Esa es, en gran medida, la trama maestra del universo Delibes y de su profunda humanidad narrativa. Ante ese cambio transformador del desarrollismo que deshumanizaba a las personas, deglutía mano de obra, vaciaba pueblos y llenaba estaciones de ferrocarril de miles de seres humanos desarraigados a la fuerza y que, asidos a sus maletas cuadradas de cuero buscaban un mañana mejor, Delibes nos sugería que el verdadero valor de la vida se encuentra en la simplicidad de lo auténtico, el amor a la familia, la raigambre a nuestra tierra, la solidaridad entre iguales y el respeto fascinante y cautivador hacia la naturaleza.

—¿Papá, por qué no podemos ser felices donde hemos nacido?”— le preguntaría Daniel “el mochuelo” a su padre, con un profundo nudo en la garganta, la noche antes de abandonar su pueblo para irse a la ciudad. La pregunta de aquel niño de 11 años en El Camino (1950), otra de las grandes obras del escritor, sintetiza a la perfección esa profunda fractura emocional de cuando a los seres humanos nos impiden ser felices en nuestro propio espacio vital, rodeados de nuestros seres queridos, junto a nuestros amigos de siempre, con nuestros pájaros, nuestros arroyos y nuestros campos. Una herida abierta, profunda y sin cicatrizar que aún es la causante de esa España vaciada y que sus señorías del Congreso todavía no han sabido reparar.

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Miguel Delibes junto a su esposa y gran amor de su vida, Ángeles de Castro.

Marzo de 2025, cuando se cumplen ahora 15 años de la desaparición física de una de las grandes plumas de la narrativa contemporánea, es un momento ideal para aprender de la dignidad conmovedora de Régula, del afán de Pedro por no perder jamás la ilusión de ser feliz, del deseo de Daniel por volver una y otra vez, y otra vez y otra vez a su aldea natal y llenarse miles de veces de su cielo y su suelo, o de fascinarnos con esa  pasión del Nini por descubrir y desentrañar la naturaleza, —¿qué es más importante, ir a la escuela o saber dónde están los nidos de águila real?— le preguntaría el muchacho con gran orgullo a Doña Resu, enseñándonos, a través de los ojos ingenuos de un niño, que la conexión con la tierra será imprescindible para entender nuestra propia existencia.

Y que todos los marzos de todos los años que nos queden por vivir se conviertan en momentos irrepetibles para recordar ese grito de denuncia silenciosa pero poderosa sobre la vulnerabilidad de los más débiles y oprimidos, de las injusticias que, por lejanas, no llegan siempre a nuestros oídos y de no olvidarnos jamás de los seres humanos a los que el gran progreso occidental condena a vivir en la periferia de la historia, haciéndolos invisibles a la vista de un mundo que solo se mueve por intereses y que no quiere entender que el futuro, si no es para todas y todos, no es futuro ninguno.

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