Hubo una vez un elemento químico que, aun siendo el segundo más abundante del planeta Tierra, nació con el don de ocultar a las mujeres y hombres de ciencia su auténtica naturaleza, retándolos a desvelar su pureza. Acompañó a nuestros antepasados desde los albores de nuestra historia y fue protagonista esencial como materia prima en tres de las grandes revoluciones tecnológicas de la humanidad: la lítica, la electrónica y la energética. Esta es, brevemente, su fascinante historia sobre el mágico silicio…
Richard Leakey, uno de los más brillantes paleontólogos del silgo XX, nos contó en su libro La creación de la humanidad (1982), cómo los grupos de homínidos comenzaron a utilizar herramientas de piedra en algún lugar del Magreb, hace casi 3 millones de años. Aquellos lejanos antepasados empezaron a tallar piedras para obtener utensilios cortantes, morteros y pequeñas armas. Fue la revolución lítica de la Edad de Piedra y esos primeros útiles estaban hechos de un material muy especial: el sílex, que más tarde, en forma de pedernal, permitió a los pueblos primitivos obtener fuego con las chispas que se desprendían entrechocando dos fragmentos.
Pero el silicio daría un paso más como material esencial para los seres humanos. Ya en el Neolítico, en forma de arcilla y arena, sería la materia prima para la cerámica, el vidrio o el adobe, permitiendo la construcción de viviendas más resistentes que las chozas y la fabricación de vasijas, envases y recipientes de todo tipo.
Tan valioso fue el sílex para los seres humanos que hasta bien entrado el siglo XVIII se pensaba que era un elemento más de la tabla periódica. Fue Lavoisier, el Newton de la química, el primero en sospechar que el sílex era un compuesto y no un elemento, una forma combinada de silicio y oxígeno que debía ser descompuesta para que el ‘mágico’ silicio pudiera ser aislado en su forma más pura. Y, lo que ocurrió a partir de entonces, fue como una película romántica, una historia de ida y vuelta entre químicos de Inglaterra y Francia, que, a un lado y otro del Canal de la Mancha, competían para desvelar los secretos del mágico elemento. Lavoisier, Gay Lussac, Thénard o Davy, los grandes químicos de aquel tiempo, lo intentaron con ahínco, pero sin éxito. La gloria del silicio no estaba reservada para ellos.
La gloria aguarda paciente entre los frascos de un pequeño laboratorio en Estocolmo (Suecia), donde este romance terminaría a manos de un genio incomparable, Jöns Jäcobs Berzelius, un químico brillante que llevaba años intentando obtener la forma pura de este elemento. Lo consiguió, una noche de 1823, tras haber dedicado media vida a este hito de la ciencia. El mágico silicio era ya, oficialmente, un nuevo elemento de la Tabla Periódica.
Pero el silicio no se rendiría fácilmente y guardaría aún algunas sorpresas. Terminado el trabajo de los químicos, serían ahora los físicos quienes tratarían de escudriñar sus propiedades. Se sabía más del silicio por lo que no era, que por lo que sí: no era un metal, pero tampoco un aislante, así que se definió como metaloide: en condiciones estándar se comporta como un no metal, pero bajo excitación lumínica (expuesto a la luz) sí era capaz de conducir la electricidad. Cuando en 1887 el físico alemán Heinrich Hertz descubrió el efecto fotoeléctrico, los científicos se sorprendieron del comportamiento del silicio. Se sabía que sus átomos formaban enlaces químicos muy estables con otros átomos de silicio gracias a sus electrones, que se mantienen quietos uniendo energéticamente dichos átomos. Pero resultó que, si se exponían a la luz, esos electrones empezaban a excitarse, se rompían los enlaces entre átomos de silicio y los electrones quedaban libres moviéndose… y ya sabemos que electrones que se mueven es sinónimo de electricidad.
Imaginamos a un grupo de personas fuertemente cogidas de la mano, formando un círculo. Imaginemos también que al darles el sol esas personas se fueran soltando unas de otras, pudiendo moverse libremente y a su antojo. Eso mismo ocurría con las cadenas de silicio cuando se exponían a la luz. Y esa propiedad sirvió para que Chadwick Johnson lo utilizara como materia prima en 1953 para crear el primer circuito integrado (microchip) y Pearson, ese mismo año, siguiera su camino para construir las primeras células fotovoltaicas de silicio, convirtiéndose en esencial para la industria electrónica y energética por tres razones principales: ser más barato, menos pesado y más eficiente que otros elementos similares.
El silicio, el elemento químico que no pudo competir con el carbono para formar parte de los tejidos vivos, encontró otras formas de volverse imprescindible para los seres humanos. Sus piedras se convirtieron en nuestras primeras herramientas, nos permitió hacer fuego, construir viviendas de adobe y útiles de cerámica y vidrio. Forma parte de los circuitos de móviles, tabletas, portátiles y electrodomésticos de todo tipo y, además, es esencial por su eficiencia y bajo costo, para la fabricación de las placas solares que nos darán la energía del presente y el futuro. Por ello, afirman los expertos, que esa combinación de tecnología electrónica y energías limpias y renovables, la llamada Tercera Revolución Industrial, tiene un protagonista incuestionable y extraordinario: el mágico silicio.
Algunos libros para saber más:
- Breve historia de la química. Isaac Asimov (1965)
- Historia de las ideas científicas. Alejandro Moledo. (2014)
- Electrónica. José Luis Santos Durán (2014)
- Energía solar, de la utopía a la esperanza. Ignacio Mártil de la Plaza (2020)