Las flores que retaron a Perséfone
Se dijo de ella que fue la más hermosas de las hijas de Zeus, el regidor del mundo. Cautivado por su belleza, el dios del averno, Hades, pidió su mano al gran Zeus y este dio su consentimiento. Cuando Deméter, diosa de la tierra y la agricultura, supo que su hija viviría para siempre en el reino de los muertos, se afligió tanto que los árboles perdieron sus hojas, las plantas se secaron, las flores se marchitaron y el hambre devastó el mundo conocido. Ante esta catástrofe, Zeus pidió a Hades que devolviera a la joven al mundo de los vivos –al menos– durante la mitad del año. Cuando Deméter abrazó de nuevo a su hija, tal fue su felicidad que hizo que la tierra produjese flores primaverales, bosques verdes y abundantes frutos y cereales para las cosechas. Sin embargo, su aflicción retornaba cada otoño cuando Perséfone tenía que volver al mundo subterráneo. La desolación del invierno y la muerte de la vegetación eran consideradas como la manifestación semestral del dolor de Deméter cuando le arrebataban a su hija.
Es ya pleno invierno en la península ibérica. Más allá de la explicación que los mitos han tratado de dar siempre al funcionamiento de la naturaleza, existen numerosas especies de plantas que, ajenas al dolor de Deméter y el desconsuelo de Perséfone, florecen en esta época del año, a priori, desfavorable para la biología del reino vegetal, y se empeñan en mostrar sus mejores galas, desterrando así la ancestral idea de que el otoño y el invierno sólo son épocas de campos yermos, setas y hojas secas. Las flores que retaron a Perséfone.
Estrategias adaptativas al frío
Las plantas ponen en práctica múltiples estrategias para sobrevivir y reproducirse, especialmente en una fenología con bajas temperaturas, menos luz, falta de nutrientes y escasez de polinizadores, pero, sin duda, el otoño y el invierno son “nichos” de tiempo perfectamente aprovechables para el reino vegetal, eso sí, cumpliendo debidamente con las leyes de la evolución.
Una buena razón para florecer en esta época del año es un simple aprovechamiento de recursos: aún hay insectos y muy pocas flores a las que acudir en busca de alimento, por lo que es más fácil atraerles y asegurarse una rápida y eficaz polinización. Para ello, las plantas de floración tardía presentan pétalos de vivos colores (blancos, azules o amarillos) que destacan sobre los tonos ocres y apagados del campo, produciendo además un olor más intenso que las especies de floración primaveral para, de esta forma, captar la atención de los pocos insectos que merodean buscando alimento.
Otra interesante estrategia consiste en desarrollar órganos que les permitan almacenar nutrientes y, en esta adaptación, tulipanes, azucenas, lirios, jacintos, ajos y cebollas, son verdaderos especialistas. Estas plantas están provistas de rizomas, bulbos o tuberobulbos subterráneos, además de hojas largas, delgadas y flácidas (abiertas) que les permiten aprovechar al máximo la luz solar, por lo general, más tenue en esta época del año, pudiendo así realizar la fotosíntesis con total garantía de supervivencia.
Evitar la congelación de los fluidos internos es otro envite a superar. Las plantas de floración otoñal-invernal presentan vasos de floema más estrechos para que ocupen menos volumen, por lo que consiguen “alejarlos” del tejido exterior del tallo, evitando así un contacto directo con el medio exterior. Otras especies han optado por reducir el tamaño de las flores, minimizando su contacto con el entorno para que los tejidos florales se vean afectados lo menos posible por las bajas temperaturas. Este es el caso de la orquídea de otoño (Spiranthes spiralis), una verdadera joya botánica que presenta racimos de diminutas flores con forma de pequeñas campanitas.
Interesante opción es la que muestra la merendera (Colchcium montanum) con sus llamativas flores basales, a ras de suelo, sin tallo superficial, lo que le permite ahorrar tejidos vegetales y optimizar así sus recursos nutricionales, evitando además los efectos lesivos del frío sobre los pedúnculos y las partes externas.
En las serranías mediterráneas es fácil encontrar el popular cojín de monja (Erinacea anthyllis) una leguminosa cuya masa vegetal aparece acolchada y con porte pequeño y rastrero, lo que protege a sus hojas del viento y genera en su interior un microclima que mantiene estable la temperatura, favoreciendo así el crecimiento de las hojas y la realización de la imprescindible fotosíntesis. Esta textura mullida es una exitosa adaptación para protegerse de las heladas y de los vientos fríos, permitiendo que la planta prospere en condiciones desfavorables para la mayoría de especies herbáceas.
Teniendo en cuenta que el período favorable para estas especies es corto, las plantas suelen ser perennifolias, es decir, que tienen hojas todo el año y así no han de invertir energía en regenerar de nuevas. Pero esta adaptación tiene algunos inconvenientes, por ejemplo, ¿qué hacer para evitar las heladas nocturnas o el frío de las primeras horas de la mañana? Pues muchas de ellas lo han solucionado produciendo una elevada concentración de monosacáridos (glúcidos más sencillos) en la masa foliar, lo que dificulta la congelación en las partes perennes (las que viven todo el año).
La evolución aprieta, pero no ahoga. Gracias a todas estas adaptaciones, muchas plantas han logrado convertirse en grandes supervivientes durante periodos desfavorables, imposibles para la gran mayoría de las especies, siendo unas increíbles supervivientes, demostrándole a Perséfone y Deméter que es posible salpicar de colores y olores los ecosistemas durante la fenología invernal, y que los meses fríos, las estaciones del declive y la oscuridad de Hades, puede ser un tiempo maravilloso para sorprender a la vida, encarar la adversidad y renacer con la fuerza asombrosa de la belleza y la tenacidad. Las flores que retaron a Perséfone.
Chema Fernández, Biodiversidad