Durante mucho tiempo, la prospección arqueológica (sondeo o exploración) de superficie tradicional solo constituía una herramienta secundaria para detectar yacimientos. Estos luego se acometían mediante excavación, la técnica principal de investigación arqueológica.
Sin embargo, a finales de los años setenta y principios de los ochenta hay un cambio de paradigma. Se considera el territorio como una entidad más compleja, formada por diferentes yacimientos interrelacionados entre sí y con el paisaje que los rodea. Para ayudar a su comprensión surge una nueva concepción de prospección superficial denominada sistemática, que adquiere relevancia por sí misma y que progresivamente se irá imponiendo hasta convertirse, a día de hoy, en la más practicada.
La prospección sistemática de superficie planifica de forma previa las actuaciones sobre el terreno, estudiando sobre la cartografía las características propias de cada lugar: cursos de agua, vías de comunicación, puntos altos o pendientes, entre otros elementos. A ello se suma un análisis histórico de la zona, que utiliza la bibliografía arqueológica y la toponimia para revelar la existencia de yacimientos ya conocidos u otros nuevos, respectivamente.
Esa información se conjuga con el propio trabajo de campo, en el que se usan sistemas de posicionamiento global (GPS) para ubicar los hallazgos. En caso de resultados positivos, al término del trabajo se obtiene una nube de puntos que debe ser interpretada correctamente. Para ello, en el trabajo de laboratorio debemos pasar la información que hemos obtenido por diferentes filtros, teniendo en cuenta principalmente los procesos postdeposicionales, que afectan a los restos arqueológicos una vez que el yacimiento ha sido abandonado por el ser humano. Estos procesos pueden ser naturales (escorrentías, riadas, lluvia, nieve, viento, terremotos, etc.) o antrópicos (destrucción intencionada, expolio, labores agrícolas, etc.), pero en cualquier caso afectan a la situación de dichos restos, que son desplazados o desaparecidos.
Por ejemplo, un conjunto cerámico amplio en la falda de un cerro no implica necesariamente que el yacimiento se ubique en ese lugar, sino que puede hacerlo en la parte alta del cerro y esa cerámica haya sido desplazada allí por procesos postdeposicionales. Algo similar ocurre con los materiales hallados muy cerca o en los propios cauces de los ríos.
De haber efectuado correctamente el análisis, como resultado obtenemos un esquema aproximativo de ocupación del territorio, con las diferentes fases en que ha sido ocupado y el carácter de esas ocupaciones.
Por tanto, es cierto que la excavación arqueológica sigue siendo indispensable para conocer con profundidad un asentamiento concreto, si bien tiene una serie de puntos negativos que la prospección arqueológica solventa. Entre ellos se cuentan los siguientes:
- Alto coste económico: una excavación requiere muchos recursos: personal, herramientas, material de embolsado y etiquetado, lugar para almacenar los restos hasta su desplazamiento al museo, etc. Por su parte, la prospección solo requiere un personal mínimo con un equipo GPS que, gracias a la democratización de la tecnología, cada vez es más asequible.
- Destrucción de contextos arqueológicos: la excavación es un método destructivo, ya que la parte del contexto -información asociada al yacimiento- no documentada correctamente se pierde de forma irreversible. Además, aunque el procedimiento haya sido muy riguroso y se haya documentado todo exhaustivamente, es probable que en un futuro no muy lejano se cuente con técnicas más precisas que mejoren los resultados obtenidos.
- Degradación del yacimiento: la excavación necesita una actuación posterior de consolidación y/o restauración para conservar las estructuras sacadas a la luz en las mejores condiciones posibles. Sin embargo, si como veíamos antes la excavación ya es costosa, el mantenimiento de lo excavado lo es aún más a largo plazo, por lo que en muchas ocasiones esas estructuras se van deteriorando sin dotaciones económicas adicionales.
Por todo ello, la prospección arqueológica se ha convertido en una herramienta fundamental en manos de las Administraciones públicas para abordar la ordenación del territorio. Los resultados obtenidos se plasman en distintos instrumentos, como la Carta Arqueológica o el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU), que ayudan a conseguir un desarrollo urbanístico compatible con la protección del Patrimonio Histórico.
Juan Antonio Moral, Arqueología