La fascinante aventura de la evolución en el 140 aniversario de la muerte de Charles Darwin (1882-2022).
La noche en la que Alfred Russell Wallace supo que iba a morir, la jungla de Sri Lanka rugía bajo una intensa tormenta que duraba ya varios días y que, lejos de amainar, arreciaba. Es finales de marzo de 1858 y el viento zarandea sin piedad la desvencijada cabaña de madera. En su interior un hombre de mediana edad y barba de varios meses yace exhausto sobre un jergón. La fiebre alta, los escalofríos y las náuseas le hacen presagiar lo peor. Sufre de malaria y teme por su vida. “Si otro es mi designio, tal vez Dios me salve. Pero si ha de ocurrir lo contrario, forzoso será resignarse”, escribiría aquella misma noche a su madre.
Movido por la voluntad de quien tiene algo asombroso que contarle al mundo, el naturalista se levantará del camastro y se sentará en su improvisado escritorio. Pasará toda la noche escribiendo cartas para despedirse de su familia y algunos de sus más allegados amigos. Escribirá también una carta muy especial dirigida al más famoso naturalista de aquel tiempo; unas cuartillas con letras temblorosas explicando una desconcertante teoría que hoy, más de 160 años después, se estudia con admiración en las facultades de Biología de todo el mundo.
La noche en la que Alfred Russell Wallace temió por su vida y escribió la carta a Charles Darwin explicando su teoría, los grandes saberes de la ciencia clásica habían encontrado acomodo. Galileo y Newton sentaron las bases de la física, la astronomía y la mecánica celeste. Lavoisier revolucionó la química, desterrando la alquimia y elevándola al grado de ciencia. Gauss impulsó asombrosamente el álgebra matemática, la geometría y el cálculo de probabilidades y Redi y Spallanzani habían desmantelado la generación espontánea, encaminando la medicina hacia la búsqueda de patógenos y microorganismos causantes de enfermedades. A mediados del XIX se tenía la sensación, como escribiría Julio Verne, que el ser humano lo sabía ya casi todo.
La noche en la que Wallace contribuyó con su carta a cambiar la ciencia y la forma de entender la vida, las Ciencias Naturales eran una afición propia de aristócratas aventureros y arrojados exploradores apasionados por las colecciones de fósiles y conchas, láminas de aves, insectarios de mariposas clavadas en alfileres y herbarios de tulipanes y orquídeas, pero no tenían rango de disciplina científica. La carta de Wallace tardó casi tres meses en llegar a las manos de Darwin y cuando lo hizo, los acontecimientos se precipitaron.
El día en que Darwin leyó la carta de Wallace supo que su compatriota había llegado, estudiando ecosistemas, flora y fauna diferentes, a la misma conclusión que él: las especies evolucionan para adaptarse a las exigencias y los cambios del medio ambiente en el que viven. Supo entonces que debía acelerar la publicación del libro en el que llevaba 20 años trabajando, y entendió también que, en honor a la verdad y la justicia, debía compartir la gloria con Alfred Russel Wallace.
La mañana del 1 de julio de 1858 en la Sala Magna de la Royal Society de Londres no cabía un alfiler. Una parte importante de sus colegas académicos, los convencionalismos y la rígida moral victoriana de la época y, sobre todo, los 1900 años de visión impuesta por el Génesis del Pentateuco estaban en frente, así que, Darwin y Wallace sabían que tan probable era triunfar como salir acribillados. Igual que Paul Newman y Robert Redford en el film de 1969 Dos hombres y un destino. Bonita forma de morir aquella, un instante de plomo para entrar por siempre en la eternidad de la historia ante la mirada fascinante de Katherine Ross.
Aquella mañana quien miraba era la CIENCIA, con mayúsculas, que asistía emocionada a la teoría que convertiría al naturalismo aficionado en disciplina académica de primer nivel. Darwin y Wallace hablaron de transformación, de cambios morfológicos, de antecesores comunes, de ramas evolutivas convergentes y divergentes, de especiación, competencia y adaptabilidad. En definitiva, del origen y evolución de todas las formas vivas de nuestro planeta.
–No hemos ganado todavía—diría Tomas Huxely, zoólogo defensor de la evolución. –Pero de seguir así, ganaremos— Porque en esa lucha maravillosa entre conocimiento y oscurantismo, los valientes, los osados, eran quienes habían dedicado su vida al estudio y a la experimentación. Dos hombres que cabalgaron juntos hacia la inmortalidad de la historia.
Por cierto, a estas alturas del post, nuestros lectores habrán deducido ya que Wallace no murió aquella noche tormentosa de marzo de 1858. Sin tregua para recuperar el aliento, sus viajes y estudios continuaron, porque la ciencia sigue avanzando y moviéndose sobre una única certeza. Es posible que quienes buscan la luz del conocimiento mueran de cansancio. Pero quiénes la niegan, vivirán siempre muertos de miedo.
Para saber más:
● El viaje de un naturalista en el Beagle. Charles Darwin (1839)
● El origen de las especies. Charles Darwin (1859)
●. Charles Darwin. Autobiografía (1876)
● El secreto de Darwin. John Darton (2005)
● Biografía de Alfred Russel Wallace. Juan R. Medina Precioso (2021)
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