Cuentan que el primer ministro inglés William Gladstone, en la Inglaterra victoriana, visitó un día el laboratorio de Michael Faraday, uno de los mayores científicos de la historia e impulsor de la electricidad durante el siglo XIX. Estaba Faraday explicando uno de sus descubrimientos cuando el político, impaciente, lo interrumpió:
—Pero bueno Mr. Faraday, ¿y para qué sirve todo esto? — A lo que el científico respondió:
—No estoy seguro aún, señor, pero no tengo la menor duda de que un día usted nos cobrará impuestos por ello.
Desde luego, no sería apropiado afirmar que Faraday descubrió la electricidad, ese fenómeno casi mágico que los seres humanos conocían desde antiguo y que estimuló la curiosidad de las mentes más inquietas de cada tiempo. Parece haber consenso en que Moisés pudo haber ideado el primer condensador, las placas de oro que recubrían el Arca de la Alianza y que descargaban corrientes eléctricas a quienes la tocaran, como un sistema antirrobo de hace más de 2500 años. El correr de los siglos trajo nuevos inventores y artilugios como Francis Hauksbee y la primera lámpara de mercurio (1707), Musschenbroek y la botella de Leyden (1745), Benjamin Franklin, ‘el Newtón de América’ y su descubrimiento del pararrayos con el experimento de su famosa cometa (1752), Galvani y las contracciones con electrodos de patas de ranas ya muertas (1780) o Volta y su famosa y revolucionaria pila (1800), todos ellos pequeños y tímidos avances, casi a ciegas, que jugaban con los efectos de la electricidad pero no eran capaces de determinar su causa y su fundamento físico, tal vez Oersted y su afirmación de que una corriente eléctrica producía un campo magnético (1819) fuera, de todos ellos, el más revelador, dejando entreabierta la puerta que algunos años más tarde Faraday terminaría de tirar al suelo.
El futuro de la electricidad cambiaría para siempre la mañana en que el herrero del pueblo, James Faraday, movido por las estrecheces económicas de su hogar, ofreció a su hijo de 14 años como ayudante de imprenta a George Riebau, un famoso librero y encuadernador del centro viejo de Londres. Aquel muchacho era Michael Faraday, quien llegaría a ser uno de los mayores prodigios científicos de la historia.
Michael empezó como repartidor de periódicos, aprendió a manejar la imprenta y se quedaba hasta tarde leyendo con voracidad las enciclopedias que él mismo encuadernaba. A la luz de un pequeño candil tuvo acceso al mayor saber de su tiempo, los avances en física de Galileo y Newton, los experimentos sobre condensadores y electricidad estática, el funcionamiento de las pilas, los primeros circuitos y la relación magnetismo-electricidad que años antes había predicho Oersted.
Faraday lo revolucionó todo. El tercer hijo de un humilde herrero, sin conocimientos matemáticos y sin haber puesto jamás un pie en una universidad, desmontaba la física clásica y le daba la vuelta como a un viejo calcetín. Ávido de conocimientos, asistía a charlas y ponencias de los físicos de aquel momento y comenzó a colaborar en el laboratorio de uno de ellos, Humphry Davy, miembro de la Institución Real, con quien tuvo la oportunidad de viajar por Europa y ampliar su formación y aprendizaje.
Faraday descubrió los compuestos de cloro -carbono, el benceno y profundizó en la polarización de la luz pero, sobre todo, sería especialmente famoso por el descubrimiento de la inducción electromagnética (1831) con la inestimable ayuda de James Maxwell, las leyes de la electrolisis y la pantalla eléctrica que forma un recinto metálico (jaula de Faraday), y… en 1833, pese a los recelos de muchos académicos que seguían viendo en él a un simple autodidacta, fue nombrado director de la Royal Institution, recibiendo numerosos premios y condecoraciones. El científico experimental más grande del siglo XIX no necesitó titulación. La ciencia no entendía de diplomas.
Como toda mente preclara, Faraday sabía que el acceso al conocimiento era la base para seguir cultivando la ciencia como motor de desarrollo de la sociedad. Desde su nombramiento como director de la Royal, cada año, durante el periodo vacacional de Navidad, ofrecía charlas y divertidos talleres con experimentos para las niñas y niños londinenses en los que les desvelaba, mediante atractivos efectos luminosos, el poder de la electricidad y sus aplicaciones para mejorar la vida de las personas.
Faraday entró de lleno en el olimpo de los grandes hombres de ciencia. Dotado de una superlativa capacidad para trabajar y comunicar, hoy debemos a su ingenio la seguridad de viajar en coche o avión sin miedo a los rayos, los circuitos de todos los electrodomésticos y dispositivos electrónicos, poder ver estas letras en la pantalla de tu móvil o PC, la corriente alterna que producen los centros transformadores o los inversores de placas solares y un sinfín más de aplicaciones que revolucionaron la producción de energía para la industria y el bienestar de los seres humanos.
Sus últimos años estuvieron marcados por una enfermedad neurodegenerativa, alguna forma de Alzheimer que lo alejó definitivamente de su trabajo y sus continuos experimentos, un injusto final para una de las mentes más prodigiosas de la historia, un hombre de orígenes muy humildes que cambió la ciencia sin titulación y soñó con llevarla a todas partes y acercarla a todas las personas.
Desde el blog de Ideas Medioambientales, en estas fechas tan entrañables, no queríamos dejar pasar la oportunidad de reconocer el ingenio de Faraday con el cuento de su vida, una historia perfecta para el guion de una película navideña de cómo los sueños se convierten en realidad.
¡Feliz Navidad Mr. Faraday!
Feliz Navidad a todas y todos.
Chema Fernández, Biodiverdidad