Este pasado mes de abril el Jardín Botánico de Albacete acogió las “I Jornadas de Onomástica y Toponimia de Albacete”, organizadas por el Instituto de Estudios Albacetenses. Estos términos tan llamativos contienen mucho significado, tradición y conocimiento, siendo ciencias de enorme utilidad para nuestro trabajo.
La Onomástica es una rama de la Lexicografía que se encarga del estudio y catalogación de los nombres propios. Comprende otras disciplinas como la Antroponimia, Bionimia, Odonimia y Toponimia, que se ocupan del estudio de los nombres de personas, seres vivos, caminos y lugares o accidentes geográficos. Todas estas ramas se imbrican entre sí, puesto que un lugar puede llevar el nombre de una planta, de un animal o de una persona, o ser una suma de estos; y conocer el origen del nombre de un lugar puede aportarnos pistas sobre su historia y su significado para quienes lo poblaron. De ahí su importancia para conocer e interpretar el Patrimonio.
A lo largo de las distintas sesiones y comunicaciones de estas Jornadas, las ponencias pusieron de manifiesto las peculiaridades de la Toponimia albaceteña, un territorio con un rico acervo documental, tanto escrito como de tradición oral, y en donde gran cantidad de topónimos están prácticamente fosilizados desde muchos siglos atrás. El propio nombre de Albacete siempre nos ha dado una pista sobre ello.
Pero a poco que busquemos, también encontramos ejemplos de cuanto hemos apuntado hasta aquí. Lugares con nombres relacionados con la presencia de plantas, como en El Sabinar, El Masegoso, La Zarza o La Noguera; con animales como en Las Encebras, Alto de Las Avutardas, Cerro Lobo o Las Zorreras; personas como en Casas de Lázaro, Corral de Vicente, Cueva del Rubio o Casas de Juan Núñez; y también relacionadas con las actividades extractivas o fabriles desarrolladas en estos lugares, como en los casos de La Mierera, La Grana, Carboneras de la Carrasca o La Calera, puesto que allí se recogería respectivamente la miera, la grana, y se fabricarían el carbón y la cal; o de la presencia de indicios de antiguas poblaciones, como en Los Paredazos, Casas Viejas o Los Villares.
En muchas ocasiones parecen nombres con un origen y fundamento claro: si hay zarzales, se llamará La Zarza, igual que si hay sabinas y el lugar es un collado, llamémosle Collado de las Sabinas. Pero es conveniente tomar precauciones, y ahí es donde entra la ciencia al rescate. La Toponimia, como ciencia de síntesis, intentará componer un todo con las distintas partes. Los topónimos cambian diacrónicamente junto al paisaje, el poblamiento o las tendencias migratorias, haciendo mutables los nombres para adaptarlos a la nueva realidad o percepción. Así, un prefijo Juan- puede haber derivado desde un Fuen-Fuente (pasando de hidrónimo a antropónimo), un León (como en Fuente del León) puede ser la adaptación del vocablo árabe al-uyun (plural de ayn, fuente, ojo o mantial), como el sufijo -gordo de Villalgordo puede provenir del también árabe Gudur (charca, laguna) o San Jorge, de Burg (torre).
La Onomástica y la Toponimia resultan herramientas fundamentales para el conocimiento y, por ende, la conservación de nuestro patrimonio. Pero también es de gran ayuda para evitar, en la medida de lo posible, la trágica e irremediable pérdida de saberes ancestrales que conlleva la marcha de nuestros mayores, así como paliar la dependencia de la fiabilidad de las nuevas tecnologías, como el siempre presente GPS. Al menos yo, cuando estoy en campo, valoro más la experiencia costumbrista en las explicaciones del paisano experto en su territorio, que las indicaciones impersonales de un aparato electrónico (no es nada personal, Siri y Google maps).
José Vicente Rodríguez, Arqueología