Las leyes de la cosmología situaron a La Tierra, el planeta Azul, en tercer lugar en orden de distancia con el sol, una ubicación que permitió condiciones físicas y ambientales adecuadas para la aparición de la vida. La Tierra recibe diariamente 174 petavatios (1015 vatios) de energía solar. Gracias a ella se produce el ciclo del agua, el movimiento de las masas de aire, las corrientes oceánicas y se lleva a cabo la fotosíntesis, la reacción bioquímica imprescindible para el desarrollo de productores primarios, la base para las ricas y complejas cadenas tróficas de la biosfera. Pero, ¿cómo ha sido la relación de los seres humanos con el astro rey? ¿Quiénes fueron los pioneros del estudio de la luz y la energía solar? Desde Aristóteles a Fuller, pasando por Newton o Einstein, en este post arrojaremos, de forma pedagógica y amena, breves claves de esta fascinante historia, un viaje trepidante desde los cloroplastos de las células hasta las placas fotovoltaicas que nos darán la energía del futuro.
La luz, un regalo de los dioses
La energía solar siempre ha estado presente en la historia de la especie humana y, con el tiempo, hemos ido mejorando las estrategias y la tecnología para un aprovechamiento más eficaz. Ya en el Neolítico, tras la revolución agrícola, los pueblos de entonces intuyeron la importancia inexorable del sol para el crecimiento de las plantas y la obtención de las cosechas, considerándolo sinónimo de vida y prosperidad, lo que desató una extensa mitología de culto y adoración que convirtió a nuestra estrella en una divinidad para todas las civilizaciones del mundo antiguo; Utu en Mesopotamia, Ra en Egipto, Apolo para Grecia y Roma o Itzanmá para los mayas, por citar algunos ejemplos.
Luz, fotosíntesis y vida
El nacimiento de la filosofía y la irrupción del logos y el conocimiento frente al mitos, empujó a los seres humanos a interpretar la luz y el calor del sol como objeto de estudio y no ya de culto. En Física, la obra más reconocida de Aristóteles, el hombre que quiso saberlo todo, sugería que el aspecto verde de los vegetales estaba directamente relacionado con la luz solar. Esta afirmación, basada más en la intuición que en la deducción, durmió el sueño de los justos hasta bien entrado el siglo XVIII, concretamente hasta el verano de 1778, momento en que Jan Ingenhousz, médico holandés que dedicada sus vacaciones al estudio de la botánica, realizó numerosos experimentos destinados a indagar en el fenómeno de la fotosíntesis.
Ingenhousz aplicó fundamentos científicos a las intuiciones de Aristóteles, siendo su mayor hallazgo la demostración de que cuando los vegetales eran iluminados con luz solar liberaban oxígeno, así como la conclusión de que la fotosíntesis no podía ser llevada a cabo en cualquier parte de la planta, como en las raíces o en las flores, sino que únicamente se realizaba en las partes verdes de ésta. La senda ya estaba abierta para que, casi un siglo después, en 1882, Theodor Wilhelm Engelmann, uno de los grandes botánicos alemanes del siglo XIX, publicara sus estudios sobre la función de los cloroplastos: “los cuerpos verdes actúan como captadores de la luz, en cuyo interior se producen reacciones químicas que convierten la energía solar en energía química”. Sencillamente alucinante. ¿Y si lo seres humanos pudieran utilizar la luz solar de forma parecida? Es innegable que hasta el momento han sido los naturalistas, bioquímicos o biólogos quienes más se afanaron por estudiar la luz como recurso esencial para la fotosíntesis y, por tanto, para la vida. Pero, ¿y los físicos? ¿Qué tienen que decir? Vayamos ahora con ellos.
La luz en el Mundo Antiguo
La aparición de los primeros relojes solares supuso un hito en tanto en cuanto fueron los primeros artilugios que utilizaban la luz solar para funcionar. Ello permitió a los seres humanos medir el tiempo y establecer horarios y rutinas según los distintos momentos del día. Euclides, el padre de la geometría, (s. IV a. C.) fue el primero en realizar un tratado sobre la luz basado en sus propiedades físicas: desplazamiento y reflexión Casi un siglo después –y aunque tal vez se trate de una leyenda—, las crónicas hablaron de grandes espejos que Arquímedes (s. III a.C.) uno de los grandes físicos de la Antigua Grecia, había ideado para defender Siracusa del ataque de Roma. Supuestamente, estos grandes espejos ustorios incendiaban las velas de los barcos enemigos reflectando sobre ellas la luz solar. Tras los eruditos helenos llegaría Roma, la civilización de los 2.000 años, una cultura que estuvo más basada en lo pragmático que en lo abstracto, en lo ingenieril que en lo teórico, así que esta búsqueda de la praxis los llevaría a construir los primeros invernaderos durante el mandato de Tiberio, el segundo emperador (s. I a.C.), destinados fundamentalmente a un rico y variado cultivo de hortalizas.
La revolución científica y el estudio de la luz
La óptica de Euclides tuvo tal predicamento en los siglos posteriores que ningún erudito se atrevió a cuestionar sus principios. Hubo que esperar a la irrupción del método científico a principios del siglo XVII, la edad dorada de la ciencia, para abordar de nuevo el estudio de la luz. Las décadas de esta centuria verán con asombro el paso de Descartes, Hook, Newton, Leibniz o Fraunhofer. El movimiento en que todos ellos se incluyeron, el racionalismo, los obsesionó con estudiar la naturaleza de la luz: de qué estaba hecha, cómo se formaba o cómo se comportaba desde un punto de vista físico, pero ninguno se aventuró en el estudio de la energía, ni siquiera Newton, el genio científico más grande que la especie humana haya alumbrado a los milenios de la historia. De esta guisa, Descartes enumeró las 12 propiedades de la luz, Newton diseccionó sus rayos obteniendo los colores, Leibniz profundizó en la óptica y Fraunhofer descubrió las líneas de su espectro, tal vez este último, el que más se acercara al estudio de su energía.
El comienzo de la energía solar térmica
Se dice a menudo que la ciencia es hija de las inquietudes de su tiempo, y el hecho de que ninguno de estos grandísimos físicos reparase en el aprovechamiento energético de la luz se debió a que, por entonces, las sociedades humanas no tenían una gran demanda de energía, y las industrias estaban bien surtidas con el carbón, un combustible abundante y muy barato que garantizaba el suministro energético. Así las cosas, la física del siglo XVII pasaría de puntillas por el estudio energético de la luz. Todo cambiaría a finales del siglo XVIII, cuando la mente inquieta del suizo Horace Bénédict De Saussure, inspirado en el cañón solar de Arquímedes, idearía el colector solar (1762) que tendrá una determinante repercusión en el desarrollo de la energía térmica de baja temperatura. El sistema estaba compuesto por una cubierta de vidrio y una placa metálica negra encerrada en una caja con su correspondiente aislamiento y cuya finalidad era la de cocer alimentos que se introducían dentro del cilindro.
El colector de Saussere era rudimentario y poco eficiente, así que unas décadas después Lavoisier, padre de la química moderna, ideó su prototipo de horno solar (1792), más eficiente y evolucionado que el anterior. Sería ya, en 1865, cuando el inventor francés Auguste Mouchout, prolongando los estudios previos, creó la primera máquina que convertía la energía solar en energía mecánica. El artilugio era capaz de generar vapor mediante un colector solar y mover un motor gracias a la presión generada. Su invento fue merecedor de una medalla en la Exposición Universal de 1878, pero desgraciadamente, los elevados costos impidieron que su invento tuviera un uso comercial, pero estos inventos fueron el germen embrionario de las actuales plantas termosolares.
Un paso más; energía solar fotovoltaica
La ciencia es insaciable, y para las mujeres y hombres que la practican, los retos siempre son mayores que los logros, así que lo que viene a continuación es prodigioso. El siglo XIX conocerá la segunda edad de oro de la ciencia y aparecerán por doquier, como setas en otoño, eminencias científicas y descubrimientos de enorme alcance: Dalton y el primer modelo atómico (1803), Faraday y el electromagnetismo (1821), Maxwell y las matemáticas de la luz (1871), Nico Tesla y la corriente alterna (1891) o J.J. Thompson y el descubrimiento del electrón (1897). Al calor de esta erupción científica, en 1839 el físico francés Alexandre Edmond Becquerel descubrió por primera vez el efecto fotovoltaico. Becquerel estaba experimentando con una pila electrolítica de platino y se percató que al exponerla al sol aumentaba la corriente eléctrica. Sería un avance esencial para el diseño de las ulteriores células fotovoltaicas.
El siguiente paso se daría en 1873. El ingeniero inglés Willoughby Smith descubrió el efecto fotoeléctrico en sólidos, en este caso el selenio. Pocos años más tarde, en 1877, otro inglés, William Grylls Adams, profesor de Filosofía Natural en la King College de Londres, junto con sus alumnos, descubrieron que cuando exponían selenio a la luz se generaba electricidad. De esta forma, crearon la primera célula fotovoltaica de selenio. Solo unos años más tarde, en 1883, el inventor neoyorquino Charles Fritts ideó el primer panel solar de la historia extendiendo una capa de selenio sobre una plancha de metal y recubriéndola con una fina película de pan de oro. Aunque su eficacia sólo permitía aprovechar el 1ª de la luz solar, fue la primera vez que el ser humano conseguía convertir energía solar en eléctrica.
Los avances del siglo XX
La ciencia es avanzar y mejorar las investigaciones precedentes y en este sentido, Albert Einstein pudo calcular matemáticamente la energía producida por el efecto fotoeléctrico utilizando la famosa ecuación de Planck: E= h· v. Sus estudios le procuraron el Premio Nobel de Física en 1921, una aportación que abrió definitivamente la espita de las células fotovoltaicas. Los resultados no tardarían en llegar. En 1954, en los Laboratorios Bel,l Calvin Fuller, Gerald Pearson, y Daryl Chapin, inventaron la célula solar de silicio, un nuevo dispositivo que producía mayor potencial y era lo suficientemente eficiente para hacer funcionar pequeños dispositivos eléctricos. Algunos días después, el 26 de abril de 1954, el New York Time publicaría un artículo titulado: “La enorme energía del sol es aprovechada por una batería que utiliza un ingrediente de la arena”. El aprovechamiento del sol para usos de la civilización ya no sería patrimonio exclusivo de los cloroplastos vegetales.
El primer aprovechamiento de las células de silicio no se hizo esperar. Tan sólo un año después, en 1955, Americus, un pequeño pueblo de Georgia (EEUU) sería testigo de la primera instalación de un sistema autónomo de teléfono que funcionaba con células fotovoltaicas. Pero la principal aplicación de estos paneles tenía como objetivo la carrera espacial. En 1958 se lanzó el satélite artificial Vanguard I, dotado de un sofisticado sistema de baterías solares, y en 1962 el Telstar I, fue el primer satélite que emitió señales telefónicas y de televisión entre EEUU y Europa, funcionando plenamente con energía del sol.
El impulso de la energía solar aumentó durante el crack del petróleo de 1973, tras la Guerra del Yom Kippur, pero la posterior bajada de precios y abaratamiento de los combustibles fósiles ralentizó de nuevo su implementación. Sería ya en 1992, durante la Guerra del Golfo Pérsico, en una nueva y complicada coyuntura económico y política, cuando los países occidentales impulsaron de nuevo las tecnologías renovables buscando independencia energética y mitigar los efectos de la contaminación.
Conclusiones
En el año 2019 los sistemas de energía solar produjeron 630 Gw el equivalente a 600 centrales nucleares (Martil de la Plaza, I). El futuro de la energía solar es brillante, permitiendo a la humanidad una energía sostenible, limpia y rentable que reducirá considerablemente los efectos del calentamiento global. Su historia es sencillamente prodigiosa, es el periplo de muchísimos científicos que se subieron unos a hombros de otros para ir avanzando y progresando, en un ejemplo vital de superación, inquietud, ingenio y esfuerzo. Un viaje prodigioso desde los mitos de la antigüedad a la fotosíntesis, pasando por las baterías y los hornos solares hasta el efecto fotoeléctrico. Es la energía que nos hará pasar de la utopía a la esperanza.