Nuestra experiencia en la explotación de redes de calidad del aire nos lleva a pensar que existe aún un escaso conocimiento de lo que respiramos en nuestros día a día. Un desconocimiento que se hace extensivo a todos los estatutos de nuestra sociedad, incluidos en muchas ocasiones clase política o incluso técnicos ambientales.
Y no es que no preocupe el tema, sino que no existe una verdadera concienciación más allá de la alarma social que se crea cuando un episodio de contaminación persiste sobre una gran urbe o cuando surge a alguna noticia apocalíptica que cifra el número de muertes estimadas.
Esta misma falta de concienciación e información real puede estar detrás de una falta de criterio lógico a la hora de tratar algunos contaminantes como las partículas, que quedan relegados a una menor atención y presión regulatoria, así como a un trato menos estricto de sus niveles en inmisión.
Sin embargo, las partículas son algo más que un simple polvo en suspensión, y detrás de ellas se descubre a un contaminante muy peligroso que requiere de un cambio radical en su planteamiento.
Una cuestión de tamaño y composición:
Aunque las partículas pueden considerarse contaminantes como tal, aunque sólo sea por su efecto de ensuciamiento al depositarse, la tendencia a sido a clasificarlas en función de su tamaño, dado que las más dañinas para el sistema respiratorio de los seres vivos son aquellas que se encuentran en diámetros aerodinámicos de menos de 10 µm.
A partir de este diámetro las partículas que respiramos pueden tener casi cualquier tamaño, encontrándonos habitualmente partículas gruesas (las que están entre 2,5 y 10 µm) y partículas finas (que están entre 1 y 2,5 µm), las más habituales en la bibliografía.
Aunque por debajo de estas aún se pueden encontrar partículas ultrafinas (que están entre 0,02 y 1 µm), o incluso llegar a hablar de nanopartículas, cuando nos encontramos con diámetros inferiores a 100 nm (0,1 µm).
Evidentemente a menor tamaño, mayor capacidad de penetración.
Desde el punto de vista del control, lo que medimos en calidad del aire no son exactamente partículas de un determinado “grosor”, sino un rango de partículas que va desde el diámetro de partículas que deje pasar el llamado cabezal de corte hasta el que sea capaz de retener el soporte de medición, que en el caso de los muestreos gravimétricos suele estar entre los 0,4 µm y los 0,7 µm.
Aunque el método de referencia para medir partículas es la gravimetría, lo habitual es realizar un control en continuo mediante equipos automáticos basados en radiación beta o microbalanza oscilante, que permiten obtener mediciones horarias.
Estos equipos requieren sin embargo de una intercomparación con el método de referencia para corregir sus mediciones, un requisito necesario para saber qué miden que sin embargo no en todas las ocasiones se realiza de forma correcta o para todos los equipos.
En las redes se mide habitualmente PM10, y aunque es cierto que nos dan un volumen total de partículas englobando todos los diámetros inferiores a 10 µm, este parámetro no nos permite sabes cuántas de ellas son las que realmente pueden tener un mayor impacto sobre nuestra salud.
Pero es que además del diámetro, otro factor a tener en cuenta en las partículas es su composición, una información que en muy pocas ocasiones se maneja en las redes de control, salvo para estudios puntuales.
La composición de la propia partícula es determinante para su reactividad dentro de nuestro cuerpo y, por lo tanto, para su capacidad de generarnos un daño más o menos grave, razón por la que el estudio de la composición del material particulado resulta tan importante, aunque en la realidad de nuestras redes de control no se realice de forma habitual.
Efectos sobre la salud del material particulado.
Respirar es la única acción que el ser humano hace en continuo, durante todo el día, y que además no es posible posponer hasta que las condiciones ambientales sean más salubres. Esta elevada frecuencia de uso hace del aire el recurso más vital, necesitando entre 7.000 y 9.000 litros al día para sobrevivir.
Si nos fijamos, el resto de acciones que nos relacionan con el medio y nos hacen dependientes de sus condiciones ambientales (como por ejemplo, comer o beber) no son ni de lejos tan íntimas, “necesarias” o tan inmediatas, pudiendo el ser humano elegir el momento de su consumo o las acciones necesarias a realizar antes del mismo.
Esto es precisamente lo que hace que la contaminación del aire sea tan peligrosa, y que su grado de afección a los seres vivos esté referido a valores de concentración tan bajos, basados en microgramos y nanogramos por metro cúbico, varios grados de magnitud por debajo de la contaminación sobre otros medios como el agua.
De hecho, la mala calidad del aire que respiramos es base fundamental de muchas de las enfermedades que experimenta la humanidad en la actualidad, y causa de la mortalidad de cerca de 3,7 millones de personas al año en todo el mundo, según indicaba la Organización Mundial de la Salud para el año 2012, la mayoría de estas muertes por ataques al corazón, cardiopatías isquémicas o enfermedades pulmonares obstructivas directamente relacionadas con la contaminación atmosférica.
Y uno de los principales “asesinos” es precisamente el material particulado en suspensión, un contaminante denostado y semi-olvidado que sin embargo lleva un par de décadas desvelándose como uno de los más peligrosos en el entorno.
Las partículas son un contaminante que afecta en el medio/largo plazo a la salud y se ha convertido en un fator má que relevante para el desarrollo de enfermedades de diversa índole, y en especial en el incremento de la mortalidad y la morbilidad por accidentes vasculares, incrementado el colesterol, contribuyendo al desarrollo de placas ateroscleróticas, a la hipersensibilización del sistema inmunológico y a la producción de eventos coronarios y accidentes cerebro-vasculares de diversa gravedad.
Las partículas se descubren pues hoy como un factor vital para la salud de las personas.
Los valores límite de los que disponemos hoy en día se han desvelado altamente insuficientes e ineficaces para el control de la afección a nuestra salud. Una regulación coherente y un adecuado control y seguimiento de las mismas deberían ser los principales objetivos a perseguir por nuestros legisladores y organismos de control.
Necesitamos pues de nuevos modos de plantear el control de la contaminación atmosférica, dando relevancia real a aquellos contaminantes más perjudiciales para la salud y el medio ambiente, y buscando siempre el origen de la contaminación para actuar sobre el mismo.
Si quieres saber más del tema: http://ferfollos.blogspot.com.es/2015/06/respirando-polvo.html